martes, 31 de agosto de 2010

Reemplazos

La primera vez que Sebastián me dijo que se iba a Europa, atravesé una rapsodia de sensaciones. Me alegré por su suerte, la de un viejo y entrañable amigo que alcanza otro hito importante en su vida, fruto de su esfuerzo y su éxito profesional. También me lamenté por la mía, la del clásico argentino egoísta clase media que sabe que jamás cruzará el charco, aunque mas no sea para ver alguna (modesta) maravilla en la Banda Oriental del Uruguay. Me perturbó un poco el hecho de que no se fuera sólo, sino acompañado por Ricardo, el inteligente e inquieto amigo en común con el que manteníamos un programa de radio. Aunque no me dejaban solo, pues Maxi y Gonzalo seguirían firmes junto a mí para llevar el programa adelante, su ausencia sería un agujero muy grande y difícil de tapar tanto de los oyentes como de nosotros mismos. Los motivos de su viaje nunca me fueron del todo claros pero, ¿para quién pueden ser claros los motivos de un par de ingenieros que van a disertar en congresos europeos sobre su materia? Sabía que era algo relacionado con computadoras y robots, lo que en términos de conocimiento equivaldría a decir que una licenciatura en Letras tiene algo que ver con libros y bibliotecas.

Sebastián y Ricardo se ausentaron durante un mes. Los primeros quince días mantuvimos un contacto casi permanente, típico de quien conoce todas las artimañas para achicar las distancias del globo, y hasta nos dimos el lujo de hacer dos emisiones del programa radial en vivo con nuestros corresponsales en el extranjero. Luego, silencio. Supuse que estarían de gira por Europa, visitando museos y cortejando al prototipo de femme fatale italiana, una morocha voluptuosa de esas que sólo se consiguen en Argentina y en la verdadera madre patria.

Era ya Octubre y hacía un calor inusual cuando Sebastián y Ricardo regresaron. La alegría de volver a verlos y la ansiedad por vaciarlos de anécdotas eclipsó el sabor agridulce de la primera impresión. Habían cambiado: estaban bronceados, afeitados, más delgados y ligeramente más altos. Pero no era su aspecto físico, ostensiblemente mejor, lo que me molestaba. Había algo profundamente ajeno en ellos: se movían con mucha fluidez, hablaban sin titubear ni enredarse ni hacer las pausas propias de un interlocutor atolondrado. Caminaban con soltura, en trayectorias rectas, perfectas, tangenciales a todo punto posible como si se deslizaran por una pasarela de hielo. Pensé que la estadía en Europa había hecho real mella en su argentinidad hasta el punto de sustituir la torpeza por elegancia y la espontaneidad por alguna mutación de la flema británica.
Como llegaron un viernes, sólo tuvimos un par de horas para ponernos al día antes del programa. A medida que transcurría el tiempo, mi malestar se acrecentaba y, para cuando estábamos al aire, tenía la inequívoca sensación de que una parte de Sebastián y Ricardo se había quedado en Europa. Eran los mismos de siempre y no eran los mismos. Algo pequeño, infinitesimal, se había perdido en ellos. Imperceptible, quizás, pero sustancialmente humano, estaba ausente.
Fue entonces cuando lo noté. La sensación, inconfundible, del vértigo y el vacío en la boca del estómago, del profundo horror, del estupor frente a una realidad monstruosa que se nos revela de repente: Sebastian y Ricardo no respiraban. Ni una sola vez. No podía recordar haberlos visto antes (¿quien repara en esa necesidad fisiológica ajena?) y definitivamente no lo hacían ahora. Su pecho, quieto, amesetado, no seguía el ritmo acompasado que marca el diafragma cuando se mueve para llenar los pulmones de aire. No se agitaban, no hacían pausas al hablar, sus bocas no exhalaban ningún aliento vital. Estaba perfectamente quietos, equilibrados, centrados sobre sí mismos, con un control de su cuerpo que no era propio de ningún humano hecho de carne, huesos, sangre y pelo.
Hice lo único que podía, que me atrevía a hacer. Guardé silencio hasta el final del programa y evité tomar contacto visual con los impostores, a excepción de algún vistazo rápido al tórax, siempre inerte, de las criaturas. Sea quienes fueran (o lo que fueran) esos impostores, debía salir de allí lo más rápido posible, antes de que supieran que los había descubierto. Gonzalo y Maxi parecían no haberlo notado, o al menos no me dieron ninguna señal, ninguna que yo pudiera percibir, y continuaron hablando y riendo con normalidad. Los minutos se me hacían eternos y cuando finalmente la luz roja se apagó, me levanté tan rápido que mi silla cayó al suelo. Todos se sobresaltaron, excepto ellos dos. La sensación de horror vacui regresó cuando, para mi infinita repulsión, no sólo no se habían sobresaltado, sino que además de no respirar, no parpadeaban. Me miraban fijamente, en silencio y con sonrisas talladas en mármol, fijas en los labios. Se pusieron de pié y se ofrecieron a acompañarme hasta la salida, a lo que me negué. Ricardo miró a Sebastián durante una fracción de segundo y volvió a sentarse; Sebastián permaneció de pié un instante más y finalmente se desplomó sobre la silla, sin quitarme la vista de encima y, para mi renovado horror, sin parpadear ni una sola vez.
Salí del estudio y corrí escaleras abajo sin esperar el ascensor. No me paré hasta que estuve afuera del edificio, jadeando y con las manos sobre las rodillas. Mi cabeza bullía y los pensamientos se me agolpaban uno tras otro. Decidí alejarme de allí tan rápido como fuera posible. Corrí sin detenerme hasta Corrientes y me refugié en el flujo de gente que recorría las calles. La falsa seguridad que me brindaba la marea de peatones me calmó un poco pero no volví a mirar hacia atrás y caminé dando rodeos hasta que me aseguré que nadie me seguía.
Esa noche, mientras miraba el cieloraso desde la cama, tuve varias revelaciones. La primera fueron los recuerdos, fragmentarios y confusos, de las charlas que había tenido con Sebastián en los últimos meses. Estaba muy interesado en temas que yo no alcanzaba a entender pero que lo tenían absolutamente fascinado: robots, inteligencia artificial, supercomputadoras, realidad aumentada, autómatas, uncanny valley, androides, lenguajes naturales en programación. No encontraba ningún vínculo razonable entre todos ellos, pero la razón había saltado por la ventana desde el momento en que mis amigos dejaron de respirar. Una segunda revelación acabó por confirmar mis sospechas: recordé que Ricardo había sido contratado recientemente por Google y trabajaba en un proyecto cuya naturaleza se negaba a detallar alegando que "no lo entenderíamos" aunque aseguraba que se trataba de algo "muy prometedor". La tercera revelación me dijo que había poco y nada que hacer. Si nadie lo había notado ya, era poco probable que lo hiciera por su cuenta; peor aún, comenzé a sopesar el hecho de que fueran cómplices silenciosos de esa aberración. Esa idea me horrorizó y decidí guardar silencio de lo que había descubierto frente a terceros.
El insomnio fue dando paso al agotamiento y la vigilia al sueño. Cuando me desperté, rogué que todo fuera una pesadilla demasiado lúcida fruto de mi imaginación exitada por el regreso de viejos amigos.

El viernes siguiente llegó antes de lo que esperaba. Pasé casi toda la semana evaluando escenarios y ensayando posibles mecanismos de respuesta ante una agresión de los impostores. Cuando llegué, estaban sentados esperándome, y fue tan grande mi alegría de encontrarlos a todos bien que por poco olvidé lo que había vivido hace una semana. Feliz de estar de nuevo entre ellos en un clima de amistad y camaredería, me dejé llevar por la costumbre y el humor. La hora siguiente transcurrió en la mayor normalidad, sin ningún sobresalto, lo que me hizo pensar que todo lo que había visto, o creído haber visto, no era más que un mal sueño. Sebastián y Ricardo estaban ahí, frente a mí, tan frescos y naturales como los había conocido y no había en ellos ningún vestigio de la inhumanidad que había creído ver.

Cuando la luz roja se apagó, nadie se levantó de su silla excepto yo. Me giré para tomar mi bolso y sentí la presión de sus miradas sobre mí. Me volví, despacio, en un giro interminable, y allí estaban: quietos, sentados, mirándome fijamente y sin parpadear. Todos ellos. Desvié la mirada hacia Lucas, el operador, y lo vi parado junto a la puerta. Su pecho, inmóvil, lo delataba; al igual que el mío, moviéndose furioso con el latido de mil caballos.
No sé cuanto tiempo estuve de pie, esperando lo inevitable. Fue Gonzalo quien avanzó primero, despacio, con su brazo derecho extendido y la mano bien abierta frente a mis ojos, buscando mi cabeza con la palma de su mano.

- "Tranquilo" - me dijo. "No es tan malo como te imaginas."

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